En los últimos años, el debate en torno a la movilidad sostenible se ha intensificado hasta convertirse, por momentos, en un campo de batalla ideológico. En un extremo, los defensores acérrimos del coche eléctrico. En el otro, quienes ven en esta tecnología una imposición apresurada o incompleta. Entre ambos, un sector amplio de ciudadanos, empresas y administraciones que observan cómo se dibuja una falsa dicotomía: o todo es eléctrico, o todo está mal.
Este fenómeno, cada vez más visible en redes sociales, tertulias y declaraciones institucionales, responde a una lógica de polarización que, lejos de ayudar, entorpece el objetivo común: reducir las emisiones, mejorar la calidad del aire y transformar la forma en que nos movemos por el planeta. El coche eléctrico, sin duda, tiene un papel crucial en esta transición. Pero convertirlo en el único símbolo válido de movilidad sostenible es tan injusto como contraproducente.
Una transición compleja no admite soluciones únicas
La movilidad sostenible no es una meta de un solo carril. Es un proceso complejo, multifactorial y necesariamente diverso. Las realidades urbanas no son las mismas que las rurales; los retos del norte de Europa difieren de los del sur; y no es lo mismo electrificar una pequeña flota corporativa que todo un parque de vehículos pesados.
En este contexto, el coche eléctrico se presenta como una solución muy válida, especialmente en entornos urbanos y periurbanos. La mejora de la infraestructura de recarga, la ampliación de la autonomía y la caída progresiva de los precios están contribuyendo a su expansión. Pero también es cierto que su adopción aún encuentra barreras: costes iniciales elevados, escasez de puntos de carga en algunas zonas, o dudas en torno al origen de la energía y los materiales de las baterías.
Por eso, más que centrar el debate en la electrificación total como único horizonte deseable, deberíamos abrirlo a una visión más plural. Hay otras tecnologías que también pueden aportar soluciones válidas: las transformaciones a gas, los biocombustibles avanzados, el hidrógeno, los híbridos enchufables bien gestionados, o incluso la mejora del transporte público.
El riesgo de la confrontación en la movilidad sostenible
La polarización entre «eléctricos» y «no eléctricos» no es solo una pérdida de tiempo. Es un obstáculo real para el avance. Cuando el debate se convierte en una guerra de trincheras, se pierde de vista lo más importante: el objetivo común de descarbonizar el transporte.
Este enfrentamiento también genera consecuencias sociales. Muchos ciudadanos sienten que se les está empujando hacia un cambio para el que no están preparados, por falta de información, de recursos o de alternativas reales, lo que alimenta una resistencia que puede traducirse en desafección, rechazo e incluso desinformación. A su vez, quienes han apostado por el coche eléctrico desde una convicción sincera se sienten incomprendidos o atacados, lo que refuerza aún más la dinámica de «nosotros contra ellos».
Además, esta división debilita el mensaje de urgencia que la crisis climática requiere. Cuando el foco está en el «con qué» (eléctrico o no), y no en el «para qué» (reducir emisiones, mejorar la salud pública, disminuir la dependencia energética), se diluye la presión social necesaria para impulsar cambios estructurales en las políticas de movilidad, urbanismo o fiscalidad.
Una estrategia de convergencia: sumar, no restar
La solución pasa por abandonar el enfoque binario y apostar por la convergencia tecnológica. No se trata de elegir entre el coche eléctrico o el resto, sino de entender que cada tecnología tiene su lugar y su momento. La clave está en saber combinarlas estratégicamente.
Esta convergencia no solo debe ser tecnológica, sino también comunicativa y política. Es urgente redirigir el relato: dejar de presentar al coche eléctrico como el único camino legítimo hacia la sostenibilidad, y empezar a hablar de movilidad limpia, diversa y adaptada al contexto. La industria, los medios y las administraciones tienen un papel crucial en este cambio de narrativa.
Además, es fundamental apoyar a la ciudadanía en este proceso. Explicar, con transparencia, qué implica cada alternativa. Ofrecer ayudas que tengan en cuenta las distintas realidades socioeconómicas. Invertir en infraestructuras que faciliten la transición en lugar de imponerla. Y sobre todo, escuchar qué necesita cada territorio, cada familia, cada empresa.
Por otro lado, es importante fomentar una cultura de la movilidad que vaya más allá del vehículo privado. Ni siquiera un coche eléctrico resuelve por sí solo los problemas de congestión, ocupación del espacio urbano o sedentarismo. Por eso, hablar de sostenibilidad también implica repensar los modelos de ciudad, apostar por el transporte público eficiente, y poner al peatón y al ciclista en el centro de las políticas de movilidad.
Establezcamos más puentes y menos trincheras
La lucha contra el cambio climático exige decisiones firmes, pero también inteligencia colectiva. No hay tiempo que perder en debates estériles entre tecnologías, cuando lo que nos pide el planeta es acción coordinada, flexible y pragmática.
La electrificación es, y debe seguir siendo, una pieza clave del futuro de la movilidad. Pero no la única. Cuanto antes entendamos que la diversidad tecnológica es una fortaleza y no una amenaza, antes podremos avanzar hacia un sistema de transporte más limpio, más justo y más resiliente. Y sobre todo, más humano.
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