La movilidad sostenible es uno de los grandes retos que tenemos en la actualidad. Europa se ha marcado objetivos ambiciosos para reducir las emisiones contaminantes del transporte, responsable de cerca del 25% de los gases de efecto invernadero en la Unión Europea.
El horizonte está claro: electrificación masiva del parque móvil, impulso del hidrógeno verde y abandono progresivo de los motores de combustión tradicionales. Sin embargo, la realidad nos muestra que ese cambio no puede producirse de la noche a la mañana.
La infraestructura no está lista, los costes de adquisición siguen siendo elevados y gran parte de los conductores carece de alternativas reales en su día a día. En este contexto, los combustibles de transición se convierten en un aliado imprescindible.
Una solución intermedia en el camino hacia el futuro
Cuando hablamos de combustibles de transición nos referimos a tecnologías y energías que, sin ser la meta definitiva, permiten reducir de forma significativa las emisiones frente a los combustibles fósiles tradicionales.
Aquí entran en juego opciones como el gas natural vehicular (GNV), el gas licuado del petróleo (GLP o autogás) o incluso los biocombustibles de segunda generación. Estas alternativas no sustituyen a la electrificación ni al hidrógeno, pero sirven como puente mientras se consolidan las infraestructuras y se abaratan las nuevas tecnologías.
El freno del precio y la infraestructura
Los coches eléctricos han experimentado un crecimiento notable en los últimos años, pero todavía están lejos de ser una opción universal. Aunque existen modelos más asequibles, la diferencia de precio respecto a un vehículo de combustión sigue siendo una barrera para muchos hogares.
A ello se suma la falta de puntos de recarga rápida, especialmente fuera de los grandes núcleos urbanos. Algo similar ocurre con los vehículos de hidrógeno: la tecnología es prometedora, pero las hidrogeneras son aún anecdóticas en Europa y sus precios, prohibitivos.
En este escenario, tecnologías más maduras como el GLP ofrecen una ventaja clave: la red de repostaje ya está relativamente extendida en países como España, Italia o Alemania, y el coste por kilómetro es inferior al de la gasolina. Además, muchos fabricantes ofrecen la posibilidad de transformar un vehículo de gasolina para que funcione con gas, prolongando su vida útil y reduciendo las emisiones.
Beneficios inmediatos para el aire de las ciudades
Uno de los puntos más urgentes que justifican el uso de combustibles de transición es la calidad del aire en las ciudades. Aunque el dióxido de carbono es el gran enemigo en la lucha contra el cambio climático, no debemos olvidar los contaminantes locales como los óxidos de nitrógeno (NOx) o las partículas en suspensión (PM), responsables de miles de muertes prematuras cada año en Europa. El uso de GLP reduce estas emisiones respecto a la gasolina o el diésel, lo que se traduce en un aire más limpio y en una mejora directa de la salud pública.
Además, en muchas ciudades europeas los vehículos propulsados por gas cuentan con ventajas de circulación y aparcamiento, ya que cumplen con las normativas medioambientales más estrictas. Esto no solo alienta a los conductores a optar por estas alternativas, sino que también contribuye a aliviar la contaminación en las zonas urbanas más saturadas.
Reducir mientras se avanza
Un error frecuente en el debate sobre movilidad es pensar en términos absolutos: o todo eléctrico o nada. Pero la transición energética es un proceso gradual y cualquier reducción de emisiones en el presente es una victoria. Los combustibles de transición permiten recortar la huella ambiental del transporte mientras se consolidan las soluciones definitivas. No se trata de retrasar el futuro, sino de garantizar que el camino hacia él se recorra con el menor impacto posible.
Además, apostar por combustibles como el gas no significa estancarse, ya que cada vez se impulsa más la incorporación de biometano o gases renovables en la red de suministro. Esto multiplica el potencial de descarbonización de la flota actual sin necesidad de inversiones desorbitadas.
La Unión Europea ha fijado 2035 como la fecha límite para la venta de vehículos de combustión interna nuevos. Sin embargo, alcanzar esa meta exige un equilibrio entre ambición y realismo. Forzar una electrificación sin alternativas intermedias puede generar desigualdades sociales y económicas, especialmente en los países del sur de Europa, donde la renta disponible es menor y el parque automovilístico más envejecido.
Los combustibles de transición permiten avanzar de manera más ordenada hacia esos objetivos. Reducen la dependencia del petróleo, mejoran la calidad del aire, y preparan al consumidor para una movilidad más limpia sin imponer un salto económico inasumible. En definitiva, son una herramienta que hace viable la hoja de ruta europea.
Un papel que no debemos infravalorar
Los próximos años serán decisivos para definir cómo se mueve Europa. El vehículo eléctrico y el hidrógeno verde son el destino final, pero mientras tanto necesitamos soluciones que respondan a las necesidades actuales de millones de conductores. Los combustibles de transición no deben verse como un obstáculo, sino como un aliado imprescindible en un proceso de cambio que será largo, complejo y desigual según los países.
Al fin y al cabo, la sostenibilidad no se mide solo en el futuro, sino también en las acciones que tomamos hoy. Apostar por alternativas intermedias como el GLP es asegurar que el viaje hacia la movilidad sostenible no deje a nadie atrás y que las ciudades respiren un aire más limpio mientras llega la electrificación total.
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